Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad. (Mateo 5:5)
La mansedumbre empieza cuando ponemos nuestra confianza en Dios. Entonces, porque confiamos en él, le entregamos nuestros caminos y echamos sobre él nuestras ansiedades o frustraciones, nuestros planes, nuestras relaciones, nuestro trabajo y nuestra salud.
Luego esperamos con paciencia en el Señor. Confiamos en que su tiempo y su poder y su gracia obrarán de la mejor manera para su gloria y para nuestro bien.
El resultado de confiar en Dios y de echar sobre él nuestras ansiedades y de esperar con paciencia en él es que no damos lugar al enojo fácil y quejumbroso. Por el contrario, damos lugar a la ira de Dios: le entregamos a él nuestra causa y dejamos que él nos revindique si fuera su voluntad hacerlo.
Es entonces que por esta apacible confianza en él, como dice Santiago, nos volvemos prontos para oír y tardos para hablar (Santiago 1:19). Nos volvemos más razonables y abiertos a recibir correcciones.
La mansedumbre ama aprender. Además considera que los golpes que pueda recibir de parte de un amigo son invaluables. Y cuando se ve obligada a hacer una crítica a una persona envuelta en el pecado o el error, habla desde la profunda convicción de su propia falibilidad, su propia susceptibilidad al pecado y su absoluta dependencia en la gracia de Dios.
La calma, la predisposición a aprender y la vulnerabilidad propias de la mansedumbre son muy hermosas y también muy dolorosas. Van en contra de todo lo que somos según nuestra naturaleza pecaminosa. Ejercer la mansedumbre exige una ayuda sobrenatural.
Si son discípulos de Jesucristo es decir, si confían en él y le entregan sus caminos y esperan con paciencia en él Dios ya ha empezado a ayudarlos y los ayudará aún más.
Y la manera principal en la que los ayudará es confirmando en su corazón que son coherederos con Cristo, y que el mundo y todo lo que hay en él es su herencia.